"No hay maltrato soportable, no hay precio para la libertad y siempre en algún lugar habrá alguien librando una guerra diaria por sobrevivir. Este relato no es un testimonio real sobre la violencia familiar, es solo una opinión sencilla luego de una reflexión interior en contra de cualquier daño a otra persona, es mi forma de exponer mi punto de vista y de motivar a aquellos que sufren maltrato a luchar por seguir adelante recuperando su vida, valorando su libertad y amando su integridad..."
Hubo una temporada en la que no le temía a nada porque creía ser fuerte
a más no poder, o al menos eso me repetía cada mañana frente al espejo.
Por más empujones, gritos y abusos; la vida no me derrumbaba. Me
negaba a ponerme en peligros que pudieran afectarme demasiado, trataba de
luchar aquellas guerras que sabía podía ganar y cuando me defendía lo hacía con
ganas, no obstante eso no siempre era verdad.
No buscaba destacarme ante nada, no necesitaba gloria alguna más que
salir adelante con mis metas diarias, ¿para qué iba a desear más? Si ya de por
sí me esforzaba para aparentar que lo tenía todo, que las cosas estaban bien
como eran y que no me preocupa conseguir algo más.
Mis batallas eran simples desde temprano, pero al continuar el día se
volvían pesadas, dolorosas y temibles. Primero luchaba por saber cómo vestirme cada
mañana; siendo astuta al lograr ocultar a la perfección los golpes, las heridas
sobre mi piel que no me desmoronaban.
Seguidamente caminaba apresurada por las calles mirando de reojo rostros
alegres, escuchando risas lejanas, admirando los detalles que en mi vida no
conservaba. Esa era una guerra constante a la que temía mucho.
El darme cuenta de lo que perdía al no hacer cambios en mi presente,
de lo desesperadamente que necesitaba reír hasta que mis ojos lloraran y el
estomago me doliera no por nervios sino por felicidad; esa era una parte
difícil a la constantemente tenía que enfrentarme sin importar la hora, porque
ese precisamente, era un sentimiento que no me dejaba respirar bien. Sentía mucha
pena por mí misma y me odiaba en el proceso.
La disputa más fatigante por las tardes era regresar a casa luego del
trabajo, ignorando el dolor que el cansancio dejaba en mi cuerpo para correr
limpiando habitaciones, vigilando la cena en la estufa y esperando a que el
reloj me avisara que mi tiempo de seguridad se había acabado; que la batalla más
fuerte, esa que rompía mis trincheras, que aniquilaba mis fuerzas y adivinaba
mis tácticas defensivas estaba por entrar por la puerta.
Mi esposo llegaba a la hora que deseaba gritando por las cosas que
quería, muchas veces una de esas cosas era yo. Cada paso, cada respiración y el
mínimo movimiento de mi cuerpo él los predecía convirtiéndome en su presa
preferida; una vez que obtenía lo que desea entonces me miraba como uno de sus
logros y después me enmarcaba como uno de sus trofeos.
Cada noche en la casa era como un campo minado, por donde debía
andarme de puntillas mientras que al mismo tiempo él me amenazaba con desatar una
guerra ofensiva por cualquier error que cometiera, convirtiendo con su fuerza una simple velada en una lucha asfixiante y aterradora.
Algunas veces me salvaba porque la puerta del baño resistía lo suficiente,
pero casi todas las noches él ganaba, destruía mi armamento con un placer espantoso
en su mirada, ignorando mi llanto desesperado y la bandera blanca que le
mostraba.
Hubo un tiempo en el que yo no era fuerte pero me empeñaba en fingirlo,
solo porque sobrevivía a muchas de las peleas que siempre perdía… perder nunca era
bueno, aguantar no era vida.
Un día como cualquier otro mi cuerpo renunció a la lucha, mi mente cansada
del dolor supo que no podría aguantar más, entonces entre lagrimas sin sentido reuní
lo último de mis fuerzas y las organicé lo mejor que pude antes de cruzar la
puerta para huir en la dirección correcta. Con el corazón retumbando en mi
pecho me marché adorando los pocos rostros felices que se cruzaban en mi camino,
ignorando la guerra que dejaba a mis espaldas. Comprendí que la beligerancia de
mi vida junto a él acabaría en algún punto, que el final sería fatal y sin
importar qué terminaría siendo yo la gran perdedora. De todas formas a ese punto
ya me veía como una tierra tristemente abandonada, pero me sentía lista para
ser restaurada.
Hubo una temporada en que me mentía constantemente para no desfallecer
a la rutina de esposa silenciosa, de amante entregada como de pieza de museo
que no sentía nada. Hubo una temporada que casi me acaba por completo, a pesar de
todo sé que habrán otras temporadas más amables que me reconstruyan, mejoren y me hagan sentir realmente
fuerte, no porque yo lo repita, sino porque la mujer hermosa e increíble delante
del espejo se sienta muy poderosa.
Es lo que ahora en adelante me digo, es lo que a pesar de los
recuerdos de aquellas temporadas de dolor hoy por hoy me mantiene en pie.
