Había
una vez un joven solitario, no tendría más de los 18 años y caminaba por una
ruta abandonada.
Los
sonetos se mezclaban con los pensamientos del chico que no sabía dónde se
encontraba. Todo su cuerpo temblaba, su respiración era helada al igual que
todo lo que su alrededor sucumbía ante la nieve. Tenía tantas preguntas que no
supo por dónde empezar, ¿pero a quién le iba a preguntar? Estaba completamente
solo. No era una novedad de todas formas, su cuerpo delgado no recordaba la última
vez que había recibido una muestra de afecto real. Sus pies le dolían tanto que
unas lágrimas rodaban por sus mejillas hasta caer en el frío asfalto por el que
intentaba caminar, pero aquel era un acto lleno de insensatez porque su vida ya
no valía nada. ¿O no era por eso que lo habían tirado como un animal herido en
la calle, en medio de la nada y sin sus zapatos? No había sido crueldad, era
más como justicia poética disfrazada de conciencias mal paradas en el tiempo,
se les había hecho tarde en llegar y ahora el invierno era parte del castigo.
Llorando
con el corazón roto en más pedazos de los que podía contar sin desfallecer
caminaba por aquella calle solitaria, rodeado por arboles y nieve, por frío y
soledad. Casi como si el fin de su vida fuese una ironía mezclada con el
recuerdo de sus mejores recuerdos, en soledad, con frialdad y en silencio. Tal vez
así era como debían pasar las cosas. Tal vez las huellas ensangrentadas que
dejaba a su paso eran lo que tenía que sufrir, tal vez el ardor en sus pulmones
al respirar era lo que se merecía, tal vez el vacío en su alma era lo que debía
padecer. Tal vez nada de aquello era justo pero lo consiguió con sus actos,
ignorando cada advertencia al respecto, consumiendo más polvo blanco del
debido, debiendo más favores de los permitidos. Todo era su culpa pero la compresión
de esto no se llevaba el dolor y el chico que se abrazaba cada vez más fuerte
lo tenía claro.
Había una vez un joven
adicto con malas compañías, pocos amigos y un camino interminable de dolor de
regreso a una ciudad donde ya nadie lo quería. Su futuro estaba ya escrito pero
el chico no detenía su andar, así de fatalista era en su interior donde la música
se reproducía por sí sola y sin fin.
Nota de la autora:
En estos tiempos juzgar con maldad está de más, no debería importar lo que una persona aparenta, su forma de ser, de verse y lo que representa en su asunto. Si no hay nada bueno que decir mejor mantenerse en silencio, si no se tiene ningún aporte entonces mejor se sigue la corriente; que luego de la tormenta viene la calma y una opinión llena de ira o de burla no va a cambiar nada, no vale nada, no sirve de nada.
Dejemos vivir.
Creemos un ambiente de paz.
