jueves, 18 de mayo de 2017

Viejos sonetos

Y de pronto ahí estaba ella, con el cuerpo helado y el alma congelada. Su mente tan llena de paz le guiaba por un corto trayecto, siempre buscando una salida. ¿Pero a dónde podría ir? ¿Qué haría ahora que nada tenía sentido? ¿Se había vuelto loca? Para todo aquello ella respondía con silencio y en su cabeza un «tal vez» brillaba con luz de neón, ayudando a que su caminar fuese más claro.
El dolor que estuvo cargando en su alma ahora le pesaba en los hombros, un malestar casi imposible ahora era una enfermedad real, porque sí, ella estaba enferma. El problema era que a pesar de pedir ayuda nadie sabía muy bien qué hacer y le repetían siempre lo mismo; «estarás bien, eres fuerte.»
¿Pero como lo sabían con certeza? ¿Tenían una fórmula mágica para asegurarse de que ella era fuerte? ¿Porqué no se sentía así?
Tampoco tenía respuestas para eso, sólo silencio era lo que ella podía dar y tenía claro que no iba a sanar, su mal era perdurable, más fuerte que ella misma.
Sostenía en sus manos un viejo soneto, lleno de muchas claves de música que ya nadie escucharía. Caminaba hacia el viejo puente desde donde veía rocas negras siendo golpeadas por aguas turbulentas, la mujer que en su tiempo había sido una perfecta y talentosa pianista se paró al borde del puente con las hojas entre lo dedos y el corazón roto.
De todas formas nada sería igual, no se puede vivir sin cura a un mal, no se puede vivir sin motivación y con un último suspiro la mujer saltó.
Las aguas frías arruinaron su perfecto vestido al instante, su cabello flotaba con una nube negra y su espíritu se ahogaba de forma lenta, tan dolorosa que cuando quiso salvarse la corriente se la llevó sin más.
En la superficie unas viejas hojas flotaban sin dirección y de pronto ahí estaba ella, sola en el río, muerta pero sin dolor.


«Pide ayuda si te sientes mal, a veces el dolor del alma es lo peor que hay»

—Leyna Mei.



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